Se
recostó en aquella vieja madera, le encantaba sentir el olor a
madera añejada ya por el paso del tiempo, por la ventana veía más
cerca de lo que muchos lo vemos, el mar, esa inmensidad tan absurda
que lo hacía por momentos olvidarse de todo, cuántas veces habrá
soñado con comprar un barco y largarse a recorrer pero claro, de
navegación no tenía ni la más remota idea, ni de navegación ni de
tantos otros menesteres que si tuviera siete u ocho vidas a lo mejor
le daba el tiempo de aprender.
Y
no había con que darle, aquella dama y él ni siquiera el mismo
idioma conocían, no había manera de comprobar si aquellas
imaginaciones suyas sobre compartir intereses, gustos y
preocupaciones eran reales. A uno se le puede ocurrir que aunque no
hables con alguien con saber más o menos de su vida algo se te puede
ocurrir pero el tema es que solo observándola desde una ventana de
una vieja cabaña de playa mientras ella camina pensativa, como
rearmándose el universo entre las marañas de pensamientos que lleva
cargando no se puede recabar mucha información, mucho menos si la
única vez que la vio hablando la mujer se dirigió al otro ser
humano en un idioma imposible de descifrar (el individuo no solo no
conocía de navegación, tampoco sabía mucho de idiomas).
¿Habrá
notado la susodicha como decoraba nuestro amigo (bueno, mi amigo) el
marco de la ventana con flores o telas de colores que encontraba por
el pueblo? Mientras caminaba, ¿notaría ella la música que él le
tocaba con disimulo desde adentro?, ¿sabría ella de su existencia?.
Por
supuesto que él nunca se animó siquiera a saludarla (además de no
saber de navegación e idiomas tampoco sabía lo que era el arte del
coqueterio - aunque si no existe la palabra ¿cómo saber hacerlo?).
Día
tras día se repetía la misma coordinación entre ambos
(desconocido, o no, por aquella mujer), él preparaba de antes el
asunto de la decoración, seleccionaba la canción o se disponía a
hacerse el que caminaba aleatoriamente por las inmediaciones de la
cabaña para poder verla de refilón cuando apareciera por la playa y
empezar aquella ceremonia.
Siempre
preferí creer que la mujer lo sabía, que era imposible que después
de tantos días de rutina nunca lo hubiera notado y que ese juego de
seducción que no seduce también era jugado por ella que elegía día
tras día pasar por delante de la misma cabaña, en la misma playa,
haciéndose la interesante cuando se había pasado varios minutos
eligiendo el peinado y el vestido con el que pasaría, y si no era
así ¿qué mal hace creerlo?.